Los tempos que maneja la Administración de Justicia no son seguramente los más adecuados para las necesidades cotidianas de las sociedades mercantiles. Son loables determinados esfuerzos, como los que aplican los Juzgados de lo Mercantil de Barcelona durante la celebración del Mobile World Congress y otros eventos de similares características y envergadura, estableciendo un protocolo especial y específico que permita dar una rápida respuesta a las medidas cautelares que, en materia de propiedad industrial o competencia, puedan solicitarse en ese marco. Pero más allá de estas medidas excepcionales, son pocas las ocasiones en que la respuesta judicial llega con la celeridad que el tráfico empresarial requiere.
Si esto ya es un problema con las materias más puramente civiles (contratos, reclamaciones de cantidad, responsabilidad civil, etc.), lo es más intensamente todavía con las estrictamente mercantiles, debido a una tríada de elementos: el menor número de Juzgados de lo Mercantil (uno solo en la mayoría de las provincias); el colapso que la mayoría de estos Juzgados ha vivido durante los últimos años, debido a la acumulación de expedientes concursales; y el problema que supone no obtener una respuesta rápida sobre situaciones que, mantenidas en el tiempo, generan problemas aún mayores.
Uno de los ejemplos más claros son los procesos de impugnación de acuerdos sociales. La sociedad mercantil es (o debe ser) un elemento vivo y dinámico, por lo que muchos de los acuerdos que se adoptan en su seno provocarán o cuanto menos permitirán que, en un futuro más o menos próximo, se adopten otros acuerdos, se ejecuten operaciones, se produzcan cambios significativos y, además, todo ello tenga trascendencia frente a terceros. Desde este punto de vista, que la sentencia judicial que anule un acuerdo de ampliación de capital llegue dos, tres o cuatro años después de la adopción del mismo, puede acabar haciendo que el sentido o la aplicación práctica de esa sentencia devengan ilusorios, en la medida en que no puedan deshacerse ya los efectos de los acuerdos o actos posteriores llevados a cabo en atención a ese acuerdo que finalmente ha sido anulado.
Una buena vía para resolver situaciones de este tipo es sin duda el denominado arbitraje estatutario o societario, es decir, la posibilidad de someter a un árbitro (institucional o ad hoc) cualquier controversia que se produzca en el seno de una sociedad mercantil y que no sea una cuestión indisponible, en cuyo caso sí resulta imprescindible la tutela jurisdiccional. Este tipo de arbitraje tiene una larga tradición en nuestro Derecho, a pesar de haber vivido bastantes vicisitudes a lo largo del siglo pasado, consecuencia de las cuales fue una posibilidad que quedó vedada durante un notable periodo de tiempo.
El Código de Comercio de 1829, tomando como base las Ordenanzas de Bilbao y al amparo de un marco constitucional liberal como el de 1812, no totalmente resquebrajado por la recuperación de plenos poderes por parte de Fernando VII, ya lo preveía para los conflictos societarios y, además, lo fijaba como obligatorio. Sin embargo, el escenario dio un giro de 180 grados con la Ley de Sociedades Anónimas de 1951, que prohibió someter a arbitraje ese tipo de cuestiones. Poco a poco, grado a grado, doctrina y jurisprudencia fueron interpretando que esa prohibición carecía de fundamento (a pesar del carácter imperativo del Derecho de sociedades), incluso para la cuestión quizás más tradicionalmente judicializada, como era la impugnación de acuerdos sociales. Siguiendo esta línea aperturista, el 18 de abril de 1998, el Tribunal Supremo señaló en una Sentencia básica para lo que aquí comentamos que “el carácter imperativo de las normas que regulan la impugnación de acuerdos sociales no empece el carácter negocial y, por tanto, dispositivo de los mismos”. La Ley de Arbitraje de 2003 ya se hizo eco de esta tendencia jurisprudencial pero, en todo caso, fue su reforma en el año 2011 la que despejó todas las dudas y reguló de forma expresa la posibilidad de resolver por la vía arbitral todos los conflictos que surgieran en el seno de la sociedad, incluyendo las impugnaciones de acuerdos sociales (artículo 11 bis.3).
Después de todos estos avatares, no cabe duda, a día de hoy, acerca de la posibilidad de someter las controversias sociales a arbitraje. Como tampoco cabe duda, por lo expuesto antes sobre los tempos de la respuesta judicial, acerca de su conveniencia. El arbitraje es un sistema mucho más ágil y rápido que, generalmente, permite obtener respuesta –y con ello, solventar la discrepancia- en cuestión de unos pocos meses, permitiendo de este modo que el derecho invocado por quien promueva el expediente pueda verse tutelado en un plazo relativamente breve (y sobre todo razonable) de tiempo.
Por ello, es muy recomendable que los estatutos sociales prevean ya la cláusula de sometimiento a arbitraje de las eventuales controversias que surjan en el seno de la compañía. Y es bueno que esa cláusula se incluya antes de que las mismas afloren. Es evidente que el momento ideal para ello es la constitución de la sociedad. No sólo porque es el momento natural para la confección de los estatutos, sino también porque es entonces cuando resultará más sencillo que todos los socios estén de acuerdo. Al fin y al cabo, están emprendiendo un proyecto (debemos presumir que ilusionante) y no existen entre ellos problemas o rencillas que sólo se producirán en la medida en que la dinámica de la empresa vaya avanzando. En caso de que la sociedad esté ya constituida y sus estatutos no contengan esta cláusula, es recomendable incorporarla a la mayor brevedad, aprovechando la paz social. Porque cuando llegue el conflicto y se trate entonces de introducir mecanismos para su resolución, resultará imposible hacerlo. Al fin y al cabo, debe tenerse en cuenta que el ritmo que interesa a dos partes en controversia acostumbra a ser diferente, deseando generalmente el que reclama (demandante en sede judicial, instante en sede arbitral) que las cosas vayan deprisa, pero prefiriendo el reclamado (demandado o instado, según el caso) que vayan lentas. Y negarse a introducir la cláusula estatutaria es, sin duda, la primera forma de posponer la solución.
Una vez sentada la conveniencia de introducir la cláusula estatutaria de sumisión a arbitraje, debe señalarse que es posible configurar este mecanismo de resolución de conflictos de dos formas distintas.
La primera de ellas es el denominado arbitraje institucional, seguramente el más extendido y sencillo de incorporar a los estatutos. Mediante éste, la sociedad encomienda a una institución dedicada a la organización y gestión de procesos arbitrales la llevanza del proceso, de manera que se encargue de proponer a los árbitros, de realizar las notificaciones a las partes, de controlar los gastos y, en definitiva, de ordenar todas las actuaciones que resulten precisas para el buen fin del arbitraje. En nuestro país, hay instituciones con gran tradición al respecto, como la Corte Arbitral de Madrid o el Tribunal Arbitral de Barcelona. En el plano supranacional, para la solución de disputas mercantiles, destaca especialmente la Cámara de Comercio Internacional.
La segunda posibilidad es el arbitraje ad hoc, es decir, el que la propia sociedad decida configurar estatutariamente para sí misma. Cuando sea ésta la opción elegida, la cláusula deberá contener todas aquellas cuestiones de ordenación del procedimiento que, en caso contrario, se delegarían en la institución rectora del arbitraje. Evidentemente, esto obliga a que la cláusula sea mucho más laboriosa de preparar y deba tener un contenido mucho más amplio pero, por otro lado, permite que el arbitraje sea exactamente tal y como la sociedad y sus socios desean que sea, por lo que es una vía que puede resultar también muy adecuada, sobre todo en sociedades especialmente cerradas y, en particular, en empresas familiares, en cuyo caso es habitual encomendar la gestión del arbitraje, cuando lo hubiera, al consejo de familia.
Cualquiera de las dos fórmulas puede permitir obtener lo que en definitiva se busca, que es una solución lo más ágil y rápida posible a cualquier controversia que surja en el seno de la compañía. Por ello, cada mercantil debe elegir si prefiere una fórmula o la otra. Lo que sí parece claro es que, en términos generales, incorporar el convenio arbitral en los estatutos (y hacerlo lo antes posible) es recomendable para cualquier sociedad.
Antonio Valmaña Cabanes
Ceca Magán Abogados
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