“Cuando los hijos piensan que la empresa es suya y no de su padre, vamos mal”. Esta frase me la dijo el administrador único de una sociedad filial, íntegramente participada por una matriz en cuyo capital estaban varios miembros de una familia empresaria. A efectos prácticos, por tanto, era el administrador de una empresa familiar, si bien él no mantenía ahí ningún lazo de sangre, sino que era un profesional a quien se había encomendado una gestión que, sin entrar en detalles, no era en absoluto sencilla, por la situación que en ese momento atravesaba la compañía.
La frase (o la queja) se refería a una situación muy concreta, pero reflejaba un problema que no es infrecuente en la empresa familiar y que afecta tanto a sus administradores como, quizás de otra forma, a sus directivos. Y por ello merece la pena detenerse a analizarlo y a tratar de apuntar posibles soluciones.
La profesionalización de la empresa familiar es uno de los retos a los que habitualmente se enfrenta este tipo de compañías y, paradójicamente, el avance en esta línea, que reporta innegables beneficios, puede provocar en muchas ocasiones conflictos internos cuya resolución puede no resultar sencilla. Es natural que el fundador de la empresa familiar -salvo destacadas excepciones- no sepa de todo. Ni falta que le hace. Lo importante es que haya tenido una determinada idea, el empuje necesario para ponerla en marcha y la visión estratégica para hacer de esa idea un negocio lo más próspero posible. Pero a partir de ahí, y a medida que la empresa vaya creciendo, será necesario que delegue en profesionales competentes las distintas áreas a desarrollar: finanzas, recursos humanos, comunicación, ingeniería, etc.
Es cierto que esa delegación de facultades puede ser un poco difícil al principio, por la lógica reticencia del emprendedor-fundador a confiar el desarrollo de su proyecto (al menos parcialmente) a terceras personas, siendo ésta una cuestión muy estudiada, pero es evidente que en la empresa familiar, como en cualquier organización, es recomendable que los profesionales más competentes sean los encargados de gestionar (y liderar) cada una de las áreas de conocimiento y desarrollo en las que se deba actuar. Pero esa evidente ventaja operativa o pragmática genera, como decíamos, conflictos internos, que en muchas ocasiones -como en la del ejemplo con el que iniciábamos este artículo- vienen motivados por la tensión entre profesional y propiedad o, peor aún, entre profesional y quien tiene una presunción de propiedad no siempre acorde con la realidad.
Aunque no es habitual que la gestión de la empresa familiar se deje íntegramente en manos de profesionales ajenos a la familia, nada impide hacerlo. Y de hecho, es lo que acabará sucediendo cuando se produzca un relevo abrupto (por ejemplo por fallecimiento) o, también, cuando no haya interés por parte de los sucesores en asumir el control de la compañía, que son supuestos que hemos abordado ya en este espacio. En ese caso, se contará con administradores que ejercerán su cargo de forma profesional y que, como tales, quedarán sujetos a una responsabilidad de carácter personal, exigible no sólo por parte de la sociedad, sino también por parte de terceros. Esto supone un problema evidente que no es exclusivo de las empresas familiares, sino que afecta al administrador de cualquier sociedad mercantil.
En términos generales, porque la ejecución de acuerdos adoptados, autorizados o ratificados por la junta general (esto es, por la propiedad), no le exonera de responsabilidad, resultando además que la junta tiene la capacidad de impartirle instrucciones que, como tales, serán de obligado cumplimiento para el administrador. Es decir: se le pueden dar órdenes de cuyo resultado se le declarará responsable. Algo que chirría, sin duda, pero que no tiene por el momento solución en nuestro ordenamiento. De ahí que la responsabilidad de administradores sea uno de los elementos con los que más cuidado deba tener un profesional que acceda a este tipo de posiciones.
Hay además supuestos especiales, como los de grupos de sociedades, en los que el administrador de una filial se ve sujeto a más presiones e instrucciones todavía, quedando sometido a un conflicto de intereses casi permanente, entre aquello que se le exige societariamente (proteger el interés de la compañía que administra) y lo que se le exige empresarial o estratégicamente (contribuir al interés del grupo en su conjunto). Esto generará muchos problemas cuando ese interés de grupo no sea coincidente -por no decir ya cuando sea contrapuesto- con el de esa sociedad por la que, orgánicamente, debe velar.
En la empresa familiar, como resulta fácil intuir, esta problemática se incrementa por la presencia de lo que podríamos denominar el interés de la familia. En algunos casos, se percibirá de forma clara: por ejemplo, cuando el familiar propietario quiera reparto de dividendos y el administrador profesional, en cambio, considere prioritario reforzar la tesorería para acometer una determinada inversión. En otros casos, la discrepancia será más sutil, pero siempre condicionará la actuación del administrador.
Y aunque en términos de responsabilidad será siempre más delicada la posición del administrador profesional de la empresa familiar, en su vertiente cotidiana es más complicada todavía, seguramente, la posición del directivo profesional. Esto se debe a que se enmarcará, a menudo, en un modelo en el que la familia no sólo está presente en la junta (ejerciendo la propiedad de la empresa), sino también en el órgano de administración (ejerciendo su gestión).
Resulta fácil comprender cuán difícil será la posición del director de recursos humanos para lidiar con la pretensión de que un determinado familiar, quizás no cualificado para cierto puesto en la empresa, deba ser contratado, sí o sí, para ocuparlo. Sobre todo, si recibe indicaciones en tal sentido por parte del órgano de administración.
Pero el problema no termina ahí, en la medida en que las presiones pueden venir incluso desde fuera de la compañía, que es lo que sucede cuando no sólo las ejercen quienes tienen capacidad coercitiva para ello (familiares que sean socios y/o administradores), sino también quienes no la tienen, pero se la arrogan igualmente. Es decir, familiares sin vinculación directa con la empresa o, como decía nuestro viejo amigo, hijos que piensan que la empresa es suya, en lo que sería una perversión absoluta del modelo de los tres círculos.
El protocolo familiar puede ser una herramienta útil para ayudar a minimizar estos conflictos. En un aspecto más general, será de gran ayuda haber determinado previamente cuál es el rol de los miembros de la familia, estableciendo un modelo claro de la relación que deberán mantener con la empresa. En aspectos más concretos, generará un marco de mayor conocimiento, previsibilidad y seguridad a la hora de tomar decisiones: retomando el ejemplo anterior, será mucho más fácil para el director de recursos humanos explicar que cierto familiar no puede acceder a un determinado puesto en la empresa porque, de acuerdo con el protocolo, no cumple los requisitos para ello. Requisitos que la propia familia habrá establecido y que, por tanto, a la propia familia deberá ser sencillo reconocer y aceptar.
Pero ni un protocolo familiar ni un marco contractual claro con administradores y directivos profesionales servirá de nada si, junto a ellos, no hay una convicción firme, en la familia empresaria, de que la apuesta por la profesionalización de la empresa familiar es un camino beneficioso que hay que seguir. Contar con excelentes profesionales es el primer paso para el éxito, pero dejarlos trabajar según su criterio es ya el paso definitivo. Puede contactar con nuestros abogados aquí.
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Antonio Valmaña – Grupo Empresa Familiar
Director en el área litigación y arbitraje
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