Tout pour le peuple, rien par le peuple o, como se suele traducir al castellano, “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Citar el antiguo lema del despotismo ilustrado del siglo XVIII puede ser una buena forma de describir el tratamiento que nuestra legislación concursal otorga a los acreedores, especialmente a los ordinarios. Formalmente, figuran éstos en el eje central de los actuales procedimientos de insolvencia, por cuanto se han venido a llamar todos ellos, desde el año 2003, concursos de acreedores, desterrando así las antiguas nomenclaturas de quiebra o suspensión de pagos. Por lo tanto, al menos semánticamente, los acreedores son los grandes protagonistas o destinatarios del proceso (tout pour le peuple o, en este caso, todo para los acreedores). Sin embargo, un rápido repaso a las normas previstas por la Ley 22/2003, de 9 de julio, Concursal (en adelante, LC), reformada de forma importante en los años 2009 y 2011, nos permite apreciar que esa inicial o aparente voluntad de convertir al acreedor en protagonista del proceso no se traduce, a la postre, en medidas concretas que favorezcan su postura y sí, en cambio, en medidas que coartan sus posibilidades de actuación y llegan a impedirle defender activamente sus intereses. De ahí que la LC acabe suponiendo una situación de rien par le peuple o, en nuestro caso, sin los acreedores.
Así se puede apreciar en distintos ámbitos, pero centraremos este artículo en dos de ellos: el doble rasero en el pretendido tratamiento igualitario de los créditos, por un lado, y los obstáculos a las actuaciones de los acreedores dentro y fuera del concurso, por el otro.
El doble rasero de la regla Par conditio creditorum.
El tratamiento igualitario a todos los acreedores es una de las bases fundamentales de nuestra legislación concursal, que pivota sobre la idea de igualdad de derechos de todos los acreedores, a través de la conocida regla par conditio creditorum. Este tratamiento igualitario justifica que todos los acreedores se incorporen a la masa pasiva del concurso (artículo 49 de la LC) y que exista un número importante de trabas a las acciones individuales que cualquiera de ellos pudiera emprender: los obstáculos a los nuevos juicios declarativos (artículo 50), el impedimento de abrir nuevas ejecuciones o la suspensión de las ya existentes (artículo 55), la paralización de las ejecuciones hipotecarias (artículo 56) o la prohibición de compensación de créditos (artículo 58), entre otras.
Quien quiera extraer una lectura positiva de las citadas reglas considerará que obedecen al objetivo de mantener el patrimonio de la concursada lo más íntegro posible, a fin de que en caso de liquidación pueda atender –por igual- a las obligaciones contraídas con todos sus acreedores. Por el contrario, quien quiera extraer una lectura negativa, observará que lo que hace la LC es impedir a los acreedores intentar el cobro de sus créditos por ninguna vía que escape a ese tratamiento igualitario al que nos referíamos.
La cuestión merece, cuanto menos, ser discutida. Sobre todo cuando se aprecia que esa regla par conditio creditorum adolece de un grave doble rasero: sólo hay tratamiento igualitario entre aquellos acreedores que gozan de idéntico derecho. Y ahí se resquebraja la regla, por cuanto la propia LC contempla un importante régimen de privilegios que, a la práctica, rebaja las expectativas de cobro de los acreedores ordinarios hasta convertirlas, a menudo, en irrisorias. Dejando de lado los créditos con privilegio especial del artículo 90 –que lo tienen porque en su momento, mucho antes de la declaración de concurso, así convino tanto al acreedor como a la concursada-, parece cada vez más difícil justificar la existencia de créditos privilegiados con carácter general (artículo 91), por cuanto su privilegio no deriva de un título –como ocurre con los especiales- sino de su condición personal. Esta concesión graciosa de carácter intuitu personae puede estar justificada en algunos casos: en el de los créditos salariales, por una cuestión de opción legislativa de carácter social; en el de créditos derivados de acuerdos de refinanciación (el llamado fresh money), para ofrecer garantías a las entidades bancarias que hayan ayudado a la concursada a intentar evitar el proceso; en el del crédito del acreedor instante del concurso necesario, para premiar su proactividad a la hora de buscar una tutela del crédito que no sólo le beneficia a él, sino pretendidamente también al conjunto de los acreedores. Sin embargo, otros privilegios personales resultan más difíciles de justificar: fundamentalmente, los concedidos a la Hacienda Pública y a la Seguridad Social.
Y conjugando lo primero (las trabas a las acciones individuales) con lo segundo (los privilegios personales) encontramos situaciones en que el doble rasero se hace más evidente todavía: el acreedor común o privado no puede proseguir sus ejecuciones y embargos pero, por el contrario, los procedimientos administrativos de ejecución en que se haya dictado diligencia de embargo sí podrán hacerlo, aun cuando sea teniendo que observar determinados requisitos (artículo 55).
Resulta complicado para el acreedor ordinario –grupo en el que se suelen encuadrar los proveedores- que la LC le impida seguir todo aquello que ya había empezado con anterioridad a la declaración de concurso (por ejemplo un procedimiento cambiario o uno ejecutivo en el que hubiera conseguido ya el embargo de bienes de la concursada) mientras, por el contrario, otros acreedores gozan de mejor derecho por el simple hecho de revestir una identidad determinada. Parece necesario, por tanto, revisar el alcance de la regla par conditio creditorum a fin de evitar dobles raseros: o bien se revisan determinados privilegios (y se refuerza la igualdad) o bien se revisan determinadas trabas (y se permite un mayor ámbito de actuación a todos los acreedores).
Las trabas al acreedor diligente.
La reforma de la LC introducida por la Ley 38/2011, de 10 de octubre, ha venido a incrementar los obstáculos con los que puede encontrarse el acreedor proactivo o, por así llamarlo, el acreedor diligente, que eran ya muchas y que antes hemos señalado. Salvo el incremento de la parte del crédito del acreedor instante del concurso necesario que tendrá carácter privilegiado, que aumenta del 25 al 50% por la nueva redacción del artículo 91.7º de la LC, el resto de medidas introducidas van en la línea de desalentar a los acreedores que pretendan hacer algo –por otro lado tan legítimo- como intentar cobrar su crédito.
Hay dos medidas que consideramos especialmente desacertadas y que, básicamente, se contienen en el artículo 51 bis de la LC, introducido por la referida reforma de 2011: la suspensión de las acciones de responsabilidad dirigidas contra los administradores (artículo 51 bis.1) y la suspensión de las acciones directas contra el dueño de la obra en caso de subcontratistas (artículo 51 bis.2). El motivo por el que nos parece inapropiado incorporar a la LC estas dos prevenciones es el mismo: se está impidiendo al acreedor que, viendo totalmente cercenadas sus posibilidades de actuación en sede concursal, pueda acudir a otras vías que, en un principio, resultan plenamente legítimas y compatibles (especialmente la primera) con la normal tramitación del concurso.
Las acciones de responsabilidad de administradores podían ejercerse de forma paralela al concurso hasta la reforma de 2011 y habría sido lógico que pudiera seguir siendo así, pero el artículo 50.2 prohíbe emprenderlas tras la declaración de concurso y el citado 51 bis.1 obliga a suspenderlas cuando estuvieran en marcha desde antes de dicha declaración. Lo más importante a señalar sobre esta cuestión es que el patrimonio contra el que se dirigen dichas acciones no es el de la sociedad concursada, sino el de sus administradores, por lo que en nada se altera la regla par conditio creditorum más allá, en todo caso, de pretender mantener intacto ese patrimonio de los administradores pensando en una eventual, hipotética y sin duda lejana todavía condena a la cobertura del déficit, en caso de calificación culpable del concurso (artículo 172 bis). Se trataría, en todo caso, de una interpretación demasiado extensiva de la regla de igualdad que, por tanto, difícilmente justifica coartar de nuevo el ámbito de actuación del acreedor diligente, al que ninguna otra opción queda que la de esperar a la conclusión del concurso para, si lo estima oportuno en ese momento, emprender la correspondiente acción de responsabilidad.
Por su parte, la acción directa frente al dueño de la obra, prevista por el artículo 1.597 del Código Civil, es un mecanismo especialmente útil para los industriales o subcontratistas a los que el contratista principal no satisface los créditos. En un contexto de crisis en que el sector de la construcción se ve especialmente castigado, es evidente que han sido cada vez más las empresas que se han visto obligadas a acudir a esta vía para intentar el cobro directamente a través del destinatario final de la obra (con los problemas añadidos en caso de que éste sea una administración pública, como consecuencia del artículo 210.8 de la Ley 30/2007, de 30 de octubre, de Contratos del Sector Público).
Tampoco en este caso puede decirse en puridad que se esté actuando contra el patrimonio de la concursada, por cuanto la reclamación no se dirige contra ésta, sino contra el dueño de la obra. La frontera, sin embargo, resulta en este caso más difusa, por cuanto se está accionando contra un derecho de crédito que sí forma parte del patrimonio de la concursada. Por ello, tal vez está justificado impedir la puesta en marcha tras la declaración de concurso de acciones de esta índole (como hace el artículo 50.3), pero no parece que lo esté impedir aquéllas que ya se hubieran promovido con anterioridad. Y ello porque, al hacerlo, como ocurre de hecho con la suspensión de las ejecuciones singulares, proteger a todos los acreedores significa perjudicar a unos de determinados que son, curiosamente, los que mayores esfuerzos han hecho para intentar cobrar sus créditos.
Conclusiones.
Un propósito loable en lo teórico no tiene por qué suponer la articulación de unos mecanismos acertados y justos en lo práctico. Nuestra legislación concursal parte de la premisa de que los efectos dañinos del concurso deben ser repartidos de forma igualitaria. De ahí que proclame la necesidad del tratamiento igualitario a los acreedores, de modo que no sólo algunos de ellos sufran perjuicios por la insolvencia de su deudora mientras otros consiguen la satisfacción íntegra de su crédito. Sobre esa base parecen justificarse los impedimentos a que cualquier acreedor intente, por así decirlo, hacer la guerra por su cuenta.
Pero este bienintencionado propósito del legislador no halla una respuesta firme en una LC que distingue a ciertos acreedores con privilegios personales no siempre debidamente justificados, como en el caso de los créditos tributarios y de Seguridad Social, lo cual supone que el acreedor ordinario, que es en definitiva el más débil –el pequeño proveedor que no goza de privilegio alguno-, acabe siendo el más perjudicado por los efectos del concurso. Por si ello fuera poco ya con la LC de 2003, la reforma de 2011 ha venido a reducir más todavía las posibilidades de actuación del acreedor, obligándole a un estado de tensa espera durante la que no puede ni siquiera acudir a procesos ajenos al concurso para intentar el cobro de su crédito.
La defensa del patrimonio de la concursada parece querer obedecer a la voluntad de defender el interés común de los acreedores (tout pour le peuple) pero, a la práctica, acaba defendiendo tan sólo el interés de unos pocos: fundamentalmente, los acreedores contra la masa y los acreedores privilegiados. Tras ellos, la postura del acreedor ordinario resulta ciertamente incómoda y, lo que es peor, frustrante: no sólo se le va anunciando poco a poco lo reducidas que son sus expectativas de crédito (a través de los informes de la administración concursal) sino que, además, se le impide que haga nada para rebelarse contra ese negro destino que parece inevitable. Y ello porque las pocas armas que tenía a su disposición le han sido arrebatadas (rien par le peuple).
Resulta por ello urgente replantearse el tratamiento de la posición del acreedor en el concurso y respecto al concurso. En el concurso, mediante mecanismos que permitan al acreedor ordinario no verse perjudicado por la existencia de privilegios de difícil justificación. Respecto al concurso, facilitando que aquel acreedor que quiera llevar a cabo acciones que le permitan la tutela de su crédito, así pueda hacerlo, bien contra la propia concursada (prosiguiendo los embargos acordados con carácter previo al concurso), bien contra sus administradores (exigiendo su responsabilidad), bien contra terceros (como en el caso de la acción directa contra el dueño de la obra). Y es que, en definitiva, si de verdad la legislación concursal se preocupa por el acreedor, es necesario que cuente también con el acreedor.
Antonio Valmaña
Ceca Magán Abogados