La aportación de correos electrónicos en el caso Urdangarín ha puesto de manifiesto el valor probatorio que este tipo de comunicaciones puede llegar a tener frente a un tribunal. Debe señalarse en primer lugar que, en el plano sociológico, la noticia sobre esos e-mails se ha tomado con absoluta normalidad, sin que a nadie haya extrañado ya la incorporación de documentos electrónicos a un procedimiento judicial. Pero es interesante analizar también, en el plano jurídico, qué efectos pueden tener esta prueba, qué la refuerza y qué la desvirtúa.
El correo electrónico se considera, a efectos procesales, como un “documento privado”, de lo que se deriva lo siguiente: si la parte que se pueda ver perjudicada por su contenido no los impugna, los correos electrónicos “harán prueba plena en el proceso”; si hay una impugnación de la su autenticidad, deberá practicarse la prueba que resulte pertinente para determinarla y, en función del resultado, el juez “valorará conforme a las reglas de la sana crítica” el correo en cuestión, salvo que quede acreditado que dicho correo era falso, en cuyo caso carecerá de valor probatorio alguno, como es lógico.
Sobre la base de lo anterior, puede resultar interesante preguntarse antes que nada qué acredita un correo electrónico cuando el mismo se considera auténtico. Recurriendo al lenguaje un tanto rocambolesco que solemos utilizar los juristas, podríamos decir algo así: un correo electrónico prueba que un determinado mensaje se ha enviado desde una determinada cuenta emisora a una determinada cuenta receptora. ¿Nos garantiza esto que una persona ha enviado un correo a otra? No necesariamente: si pensamos en un ordenador situado en una oficina abarrotada de personas, no resulta imposible que un compañero de trabajo envíe un mail desde la cuenta de otro. De ahí que el juez, incluso cuando el correo es auténtico y un perito ha demostrado que, efectivamente, se transmitió de una cuenta a otra, deba aplicar las reglas de la sana crítica en lugar de considerarlo prueba plena, que es lo que ocurriría si ese supuesto emisor o receptor del mensaje lo hubiera reconocido ya de entrada como auténtico. Dicho llanamente, Juan y juan@correo.com son dos realidades distintas y autónomas que tanto pueden haber coincidido en el tiempo y en el espacio de envío de un correo como no.
El juez deberá tener en cuenta, por tanto, circunstancias adicionales al mero envío del correo para considerar que representa una auténtica prueba de los hechos discutidos. Será necesario estudiar si el ordenador desde el que se ha enviado es de uso privado o pueden acceder terceros, si estaba en casa o en la oficina o en un cibercafé, si tiene claves de acceso o no las tiene, si se ha enviado desde un ordenador o desde un dispositivo móvil… y cualquier otro elemento que pueda tener relevancia a la hora de considerar que una determinada persona ha sido, ciertamente, emisora o receptora de un determinado mensaje.
Adicionalmente a todo ello, es evidente que aquél quien quiera utilizar esos correos electrónicos como prueba de sus pretensiones en un juicio debe tomar, por sí mismo, las medidas más oportunas para dotarlos de la eficacia probatoria pretendida. Si se limita a aportar una impresión en papel del correo, poca eficacia podrá obtener si la otra parte lo impugna diciendo, por ejemplo, que el contenido de esa impresión –fácilmente manipulable- no corresponde con el correo adicional. Por ello, es muy conveniente aportar pruebas sobre la autenticidad del correo. Por así decirlo, es aconsejable probar la prueba.
Existen empresas operadoras que certifican el contenido del mensaje, el momento exacto de su envío, la cuenta del emisor y la cuenta del receptor. Lo hacen valiéndose, además, de códigos alfanuméricos que acreditan –para los ojos expertos- que toda esa información certificada es veraz. Cabe también la posibilidad de aportar al juicio un peritaje informático que acredite ya de entrada la autenticidad de los correos electrónicos, a fin de disuadir a la otra parte de una eventual impugnación y, con ello, facilitar ese efecto de “prueba plena” que resulta tan deseable conseguir. Y no está de más tampoco contar con la presencia de un notario que levante acta del modo en que se trata toda aquella información y que refleje que, efectivamente, aquel correo está en aquella bandeja de entrada (realidad expresada, eso sí, con todas las prevenciones que el lenguaje notarial acostumbra a utilizar). Pero lo único que probaría el acta notarial sería la existencia de unos correos en una bandeja de entrada o en una determinada carpeta electrónica y, a lo sumo, podría dejar constancia de la fecha en que –según se viera en el ordenador- podrían haber sido enviados o recibidos.
En definitiva, ninguna de estas prevenciones conseguirá probar de forma indubitada que verdaderamente fue una determinada persona quien escribió o recibió el correo pero, sumadas a las circunstancias antes expuestas, harán que resulte muy razonable pensar que sí lo hizo o que sea más verosímil pensar que no fue así. Tal vez la declaración de testigos o, mejor aún, una grabación en vídeo que acreditase esa autoría del correo sería el modo más óptimo de ir sumando visos de autenticidad al correo electrónico aportado, aunque no siempre será fácil contar con este tipo de pruebas adicionales sobre la prueba electrónica. Se tratará de saber si, con todo ello, se puede ir acercando a Juan y a juan@correo.com hasta dejar claro que coincidieron a la hora de enviar o recibir el correo o que, aplicando las reglas de la sana crítica, resulte la opción más plausible.
Con todo, expuestas todas las salvedades anteriores, el correo electrónico es un medio de comunicación más y más utilizado cada día y, por tanto, es un potencial productor constante de pruebas. Desde el punto de vista jurídico, es recomendable por tanto ser muy conscientes de lo que supone enviar o recibir un correo electrónico, habida cuenta de la trascendencia que el mismo podrá tener en caso de un eventual pleito. Salvo que se pruebe su falsedad, partimos de la premisa de su autenticidad, por lo que no está de más una reflexión final. Han pasado dos mil años desde que se escribiera por vez primera aquello de “Quod scriptum, scriptum est”, pero la idea es plenamente aplicable. En nada cambia que se use un pergamino, una tablilla o el teclado de un ordenador: lo escrito, escrito está.
Antonio Valmaña Cabanes
Ceca Magán Abogados