Nuestro Derecho del Trabajo tiene una peculiar doble posición ante las empresas familiares. Por un lado, no reconoce formalmente su existencia: al igual que pasa en otras ramas del Derecho, no contempla normas específicas para este tipo de empresas. Pero por el otro, parece analizarlas bajo una óptica de presunción de fraudes que pretende a toda costa evitar, aun cuando dicha presunción no tendría por qué a priori existir.
Esto último se nota, por ejemplo, en el hecho de que se excluya habitualmente a los trabajadores familiares de los beneficios de los programas de fomento de empleo. Así lo indicaba el artículo 6 de la Ley 43/2006, de 29 de diciembre, para la mejora del crecimiento y del empleo, que indicaba que las bonificaciones previstas no se aplicarían a las “contrataciones que afecten al cónyuge, ascendientes, descendientes y demás parientes, por consanguinidad o afinidad, hasta el segundo inclusive, del empresario o de quienes tengan el control empresarial”. Se trata de una limitación que parece fruto de un recelo legislativo no justificado, por cuanto aquellas personas que trabajan en una empresa familiar deben tener iguales derechos –y obligaciones- que las que lo hacen en cualquier sociedad mercantil.
Es importante, a este respecto, distinguir dos posibles situaciones: la de aquellos familiares que prestan apoyo a la familia (y, por extensión, a la empresa familiar) de la de aquellos otros que están realizando su trabajo en el marco de una relación laboral ordinaria. En el primer caso, podríamos encontrar a quienes realizan esos trabajos desinteresadamente: por ejemplo, el abogado que realiza los contratos de arrendamiento para los inmuebles de los que es titular su hermano. Existe, además, una obligación en el artículo 155.2 del Código Civil respecto a los hijos, a quienes se exige que contribuyan a las cargas familiares mientras convivan con sus padres. Sería el caso, por ejemplo, del estudiante de económicas que se encarga de la contabilidad del taller del que es propietario su padre, con quien convive todavía.
Pero en el segundo caso, el de quienes tienen una relación laboral ordinaria con la empresa, deben recibir el mismo trato que cualquier otro trabajador. De nuevo nos encontramos aquí con una presunción negativa por parte de nuestro ordenamiento: el artículo 1.3.e del Estatuto de los Trabajadores establece que no tienen carácter laboral “los trabajos familiares, salvo que se demuestre la condición de asalariados de quienes los llevan a cabo”. Naturalmente, la condición de asalariado es esencial en toda relación laboral y, por lo tanto, será determinante para que la persona que presta sus servicios en la empresa familiar tenga una verdadera relación de ese tipo. Sin embargo, aunque sea por una cuestión meramente lingüística, parece que de nuevo el legislador está dejando caer una sombra de sospecha sobre este tipo de trabajo.
Una empresa familiar es, en definitiva, una empresa como cualquier otra. Está sujeta a las mismas obligaciones (tributarias, mercantiles, etc.) a las que lo están todas las demás. Y en materia laboral, puede predicarse lo mismo. Los familiares que trabajen en la empresa tendrán exactamente la misma relación laboral que quienes no sean familiares, siempre que se cumplan lógicamente todos los requisitos para apreciar ese vínculo laboral, razón por la cual deben poder acceder también a todos los derechos que como tales les corresponden, sin establecerles restricciones de ningún tipo.
Blanca Mercado
Ceca Magán Abogados