Derecho a la información y derecho al honor se han visto tradicionalmente enfrentados. El primero, como manifestación concreta y profesionalizada de la libertad de expresión, persigue poner en conocimiento del público todo aquello que pueda ser de su interés, aunque esto suponga afectar aspectos como la honorabilidad o la intimidad del protagonista de las informaciones. El segundo, como aglutinador de distintos elementos que configuran la esfera más íntima de la propia imagen y la proyección que de la misma se ofrece a los demás.
En la era de las fake news (o de las paparruchas, si queremos evitar el anglicismo) gracias en muchas ocasiones a las redes sociales, la colisión entre ambos derechos puede estar más en boga todavía, puesto que, si ya determinadas informaciones veraces pueden lesionar el honor de una persona, la capacidad nociva de las informaciones falsas entraña un riesgo, obviamente, muy superior. Ante este tipo de situaciones, las personas afectadas pueden solicitar determinadas medidas:
- en caso de noticias erróneas o falsas, pueden promover su rectificación
- en caso de noticias correctas pero que les representen un perjuicio que no se vea compensado por una necesidad informativa justificada, pueden ejercer el denominado derecho al olvido
En todos los casos, en función de cómo se haya planteado la información, pueden solicitar la reparación de los daños provocados, entre los que se cuentan también los daños morales.
Dejaremos de lado las noticias falsas, en la medida en que dan lugar a acciones incluso de carácter penal (por ejemplo, por injurias) y nos centraremos en las noticias que, aun siendo ciertas, pueden irrogar perjuicios que deban repararse.
¿Cómo puede generar daños morales una información veraz?
En términos generales, lo primero que debe tenerse en cuenta es que la veracidad de una información no excluye la intromisión en la intimidad o la lesión del derecho al honor de su protagonista. Por expresarlo de un modo sencillo: la falsedad puede considerarse un agravante de la lesión pero, en cambio, la veracidad no garantiza que no haya habido intromisión. Sobre todo ello ha tenido ocasión de reflexionar en varias ocasiones el Tribunal Supremo, siendo especialmente interesante en este sentido su Sentencia 1/2018, de 9 de enero. En dicha resolución se entiende que ha habido intromisión en la intimidad de la víctima, señalando además que su condición de personaje público no justifica la difusión de la noticia. Una difusión que se podía considerar procedente desde el punto de vista subjetivo (la notoriedad pública del personaje) pero no desde el objetivo: la cuestión no tenía interés informativo porque no iba vinculada a la esfera profesional -y por ende pública- del personaje, sino a su vida íntima. Es decir, la noticia no aportaba una información de relevancia o interés público, sino sólo ciertos apuntes morbosos.
Una segunda cuestión muy importante también, junto con la exactitud de las afirmaciones o manifestaciones que se efectúen respecto a una determinada persona, es el tono en que éstas se hagan. Vaya por delante que resulta difícil encontrar el punto medio de ponderación entre el derecho de información (que engloba el de opinión y, por ende, el de crítica) y el escrupuloso respeto al honor de la persona afectada. Ponderación que no sólo dependerá del concreto lenguaje que se utilice sino, también, del contexto en que se enmarque el discurso.
La idea general es que debe primar la prudencia y así lo expresa el Tribunal Supremo en su Sentencia 689/2019, de 18 de diciembre. Considera el Tribunal que un profesional de la información puede utilizar expresiones que lleguen a la “crítica hiriente” si se asientan sobre la base de unos hechos veraces. Sin embargo, no puede llegar a “descalificaciones” o a “calificativos peyorativos” cuando excedan del ámbito de esos hechos, ya sea porque se refieren a otros que no han quedado acreditados, ya sea porque exceden de la crítica que puede considerarse socialmente aceptable. En este sentido, cuando se rebasa esa línea que separa la crítica mordaz de la descalificación gratuita, se genera un perjuicio que debe repararse.
Aunque la frontera es a menudo difusa y, como decíamos, dependerá del contexto. Un ejemplo interesante de ello lo encontramos en el caso analizado en la Sentencia 385/2018, de 21 de junio, del Tribunal Supremo. Un delegado sindical tildó de “empresario corrupto” al responsable de una compañía y éste le demandó por entender que había lesionado su honor. Podemos convenir que un calificativo como el descrito es susceptible en términos generales de lesionar el honor de la persona a la que se dirige, a pesar de lo cual entendió el Supremo que su utilización era admisible en el contexto en el que se había producido, el de una acción sindical. En tal contexto, consideró el Tribunal que la mención “empresario corrupto” no era un insulto o una descalificación innecesaria, sino más bien una expresión adecuada para el interés social perseguido. Por ello, entendió que debía primarse en este caso la libertad de expresión e información (vinculada además a la libertad sindical), como única forma de garantizar un verdadero y abierto debate público, “incluso cuando se haga de un modo bronco, hiriente o desabrido”.
Una tercera cuestión, en absoluto menor, es la posibilidad del error involuntario. La intencionalidad es seguramente lo que mejor distingue una noticia falsa de una noticia errónea: en el primer caso, se difunde a sabiendas de su falsedad; en el segundo, se incurre en alguna imprecisión sin tener conciencia de la misma en el momento de darle publicidad. Pero más allá de la intención subjetiva de quien difunde la información, es evidente que el perjuicio para la víctima existe igualmente. De ahí que se pueda obtener la correspondiente reparación, tanto en forma de rectificación (ciertamente más fácil de conseguir en casos de error involuntario) como de indemnización por daños morales. Esta doble reparación la obtuvo por ejemplo una persona cuya fotografía se había publicado en un periódico, vinculándola erróneamente con un caso de homicidio (Sentencia del Tribunal Supremo 61872016, de 10 de octubre).
Según una frase atribuida a Jean-Paul Sartre, se puede considerar que la libertad de cada uno termina allí donde empieza la de los demás. La idea sería válida si efectivamente pudiéramos trazar una línea que separase las libertades individuales de cada uno, aunque parece complicado -y seguramente indeseable- que podamos llegar a una división tan quirúrgica. Los derechos y libertades de los unos se sobreponen, se entrecruzan e incluso interactúan con los de los demás y, por lo tanto, es necesario ponderarlos cada vez que entran en conflicto.
Por ello, podemos sintetizar que los elementos a tener presente a la hora de difundir una información son los siguientes: que sea veraz y exacta (esto es, que no incurre en errores involuntarios), que tenga verdadera relevancia informativa (que aporte elementos de auténtico interés público) y que su tono, sin perjuicio de la crítica e incluso de la sátira, no exceda los límites de lo aceptable, tanto en el contexto general como en el contexto particular del caso. Y podemos señalar también, desde el prisma inverso, que nadie tiene por qué soportar una información referida a su persona que no cumpla escrupulosamente con los requisitos señalados. Por lo tanto, si la padeciera, deberá recibir la correspondiente reparación.
Antonio Valmaña
Área de Litigación y Arbitraje
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