Corren malos tiempos para ser administrador de una sociedad mercantil. La afirmación puede parecer arriesgada, demasiado contundente o hasta un tanto agorera, pero es cierta. Ello se debe fundamentalmente a tres razones básicas: en primer lugar, la situación de crisis económica y los constantes impagos, insolvencias y concursos a los que se ven abocadas cada día más sociedades mercantiles; en segundo, el legítimo derecho de los acreedores insatisfechos a agotar cualquier vía que la Justicia ponga a su alcance para intentar cobrar lo que dichas mercantiles les adeudan; en tercero, la severidad del régimen de responsabilidad que nuestro Derecho establece para los administradores.
El camino que se sigue en estos casos acostumbra a ser siempre el mismo: constatada la imposibilidad de cobrar de la sociedad deudora, los ojos del acreedor se fijan rápidamente (y de forma automática) en su administrador, considerando que debe cumplir éste las obligaciones que ya no puede satisfacer aquélla. El acreedor que opte por esta vía tiene a su favor la severidad a la que nos referíamos, severidad que sólo se halla, eso sí, en nuestro Derecho de Sociedades, que reserva para los administradores un régimen de responsabilidad que omite, en cambio, respecto a otros sujetos cuya posición debería también revisarse. Esa severidad se resquebraja en el momento mismo en que se interpone la demanda, puesto que ni nuestro Derecho Procesal facilita las cosas al acreedor –que se enfrenta a problemas como la imposibilidad de acumular acciones contra el administrador y la sociedad- ni la actual realidad del sistema de la Administración de Justicia –cuyo colapso y falta de medios resultan especialmente graves en sede de Juzgados de lo Mercantil- van a favorecer una tramitación ágil del proceso.
Pero consideramos que es preciso, ante la tendencia generalizada a la interposición de acciones de responsabilidad de administradores, hacer un llamamiento a abordar la cuestión prescindiendo de todo maniqueísmo previo. Es evidente que existen casos flagrantes de responsabilidad por daños a los acreedores, de responsabilidad por deudas sociales, de administradores que han dilapidado el patrimonio social de forma negligente cuando no manifiestamente culpable. Y es evidente también que, cuando se produce alguno de esos casos, la acción de la Justicia debe amparar los legítimos derechos del acreedor perjudicado. No obstante, que existan administradores negligentes o desleales no significa que todos ellos lo sean, por cuanto las generalizaciones, como es comúnmente sabido (aunque no siempre aceptado), nunca son buenas.
No es válido presumir que el administrador, por el mero hecho de serlo, debe ser responsable de las deudas que la sociedad no podrá asumir. Por un lado, porque la gestión de toda empresa conlleva un factor de riesgo que le resulta del todo inherente y lo que la Ley exige al administrador, con buen criterio, es que actúe como un “ordenado empresario”, nunca como un “exitoso empresario”, que es lo que en cambio parece exigirle posteriormente el mercado. Por otro lado, porque las facultades del administrador no son ilimitadas ni en lo legal ni, sobre todo, en lo práctico. De ahí que, como decíamos, sea conveniente empezar a revisar hasta qué punto le resulta exigible la responsabilidad cuando la realidad de los hechos determina que su capacidad decisoria está ciertamente coartada.
Es el caso, por ejemplo, del administrador de la filial en España de un grupo de sociedades multinacional. Orgánicamente, ese administrador es a efectos de nuestro Derecho, dicho llanamente, el mandamás. Pero si reflexionamos un poco acerca de las posibilidades reales que tiene de tomar una decisión en un sentido contrario al que le marcan desde Berlín, París o Londres, es evidente que ese administrador manda menos. Lo mismo puede predicarse de quien es administrador en una sociedad unipersonal cuyo socio único hace y deshace a su antojo. Tampoco en este caso el administrador –que tiene este puesto porque así lo ha decidido ese socio único- parece que tenga grandes posibilidades de enfrentarse a las decisiones de quien puede decidir rápidamente su cese y sustitución. O peor aún, el caso del administrador que actúa bajo las órdenes directas de la junta de socios o accionistas. Advierte nuestra Ley que ni siquiera en esos casos puede exonerarse de responsabilidad, pidiéndole por tanto, de forma tácita, que desobedezca a quienes tienen capacidad vinculante sobre él y pueden, como en el caso anterior, dejarle sin trabajo de la noche a la mañana.
En ninguno de esos casos se plantea nuestro Derecho exigir una responsabilidad a esas personas que tienen el control real, más allá de la siempre compleja acción contra el administrador de hecho, que parte de la dificultad inicial de tener que demostrar que todo lo que dice el Registro Mercantil acerca de la persona que manda en la sociedad es poco menos que una mera formalidad. De ahí que, teniendo en cuenta la actual coyuntura económica, no sea aventurado emitir opiniones como la que iniciaba este artículo.
Lo más conveniente parece, por tanto, prescindir de apriorismos y prejuicios. Ni todos los administradores son buenos ni todos son malos. Expuesto así, parece de Perogrullo, pero las cosas más obvias son en ocasiones las que menos se tienen en cuenta, por lo que no está de más recordarlas de vez en cuando. Es necesario que exista un régimen de responsabilidad que ofrezca garantías en el mercado, que obligue a los administradores a obrar con prudencia y diligencia, que tutele los derechos de los acreedores y que castigue con severidad las conductas contrarias a Derecho. Pero es necesario, también, que la aplicación del régimen obedezca siempre a razones justificadas y no a una aproximación maniquea a la figura del administrador.
Antonio Valmaña
Ceca Magán Abogados