Hace muchos años, en una entrevista a un alto directivo en España de una multinacional tecnológica, éste hacía la siguiente afirmación; “desconfío de la persona que trabaja más de 8 horas diarias”.
Sin generalizar, por supuesto, y haciendo las excepciones necesarias en función del sector, empresa y trabajo a realizar, estoy muy de acuerdo con esta afirmación. Puede haber muchos casos en los que, durante un periodo de tiempo más o menos breve, en una empresa o departamento se sobrepasen los límites racionales de dedicación a una labor, pero cuando esta situación excepcional se convierte en la habitual, existe un problema, ya sea por falta de planificación o por deseo de obtener beneficios extras. Esto último suele tratarse de un gran error, ya que, sin ninguna duda, la persona que sistemáticamente dedica un número de horas ingentes a su actividad profesional, no es más productiva.
Los empleados que tienen un horario racional, suelen ser más eficientes que los que van a “pasar el día a la oficina”. El hecho de tener un horario de trabajo que permita al trabajador desarrollar actividades personales, familiares, una desconexión mental y en definitiva “tener vida entre semana”, contribuye a que esa persona esté más satisfecha en su trabajo y por tanto con mejor predisposición para un mejor rendimiento profesional, que suele traducirse ,casi siempre, en los resultados.
No niego que existan dificultades a la hora de intentar adaptar las jornadas de los trabajadores a las necesidades empresariales. Pero me atrevería a afirmar que en todos los casos es posible.
En Europa hace muchos años que se dieron cuenta de este tipo de cosas. En España empezaba a consolidarse esta idea antes del comienzo de la crisis. Momento en el que, en principio volvemos a dar un paso atrás. Pero ahora, y cada vez con más frecuencia, se vuelve a percibir desde distintos ámbitos sociales la necesidad de retomar esta vía de mejora de la productividad a coste cero.
Ignacio Escribano
Ceca Magán Abogados