Notaba el calor de la brasa del cigarro en los dedos. Apuraba una última calada aspirando hasta acabar con el papel. Decían que era eso, el papel, lo que mataba. La muerte, maldita sea la muerte. No había gran diferencia, suponía, con estar vivo. Era sólo otro estado, o ni eso, tan solo otro momento, como si en la muerte no hubiese nada de definitivo. Cuando uno pierde su vida, pierde el miedo a la muerte.
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