Si es habitual que surjan conflictos entre socios y es habitual también que surjan entre familiares, resulta fácil comprender que la empresa familiar es un terreno especialmente abonado para la disputa. Asimismo, debe tenerse en cuenta que, en términos de controversia, la esfera empresarial y la familiar tienden a retroalimentarse, de manera que todo lo que suceda en una de ellas afectará a la otra, incrementando más todavía el grado de discrepancia entre los distintos implicados.
Por ello, es muy importante que toda empresa familiar disponga de un canal interno para abordar estas situaciones, estableciendo su propio mecanismo de resolución de conflictos. Lo más recomendable es que sea el Consejo de Familia quien tenga encomendada esta función, que puede articularse en forma de arbitraje en la empresa familiar, aun cuando lo haga de un modo muy particular, por sus propias características.
En muchas ocasiones, las disputas tendrán que ver con el sentimiento que cada uno de los familiares tenga respecto a su posición frente a la empresa, siendo frecuente que la chispa del conflicto surja como consecuencia de sentimientos de agravio comparativo. Es por ello que el Consejo de Familia, en el que acostumbrarán a estar presentes miembros de las generaciones más antiguas de la familia empresaria, goza de la autoridad moral suficiente para resolver este tipo de situaciones, que tendrán que ver generalmente con las relaciones entre familia y empresa.
Quizás por eso, aprovechando esa preeminencia que todos le reconocen, el Consejo de Familia debe asumir siempre de entrada un papel conciliador entre las partes, tratando de generar entornos de comunicación antes que espacios de confrontación. No siempre será posible que esa labor mediadora dé sus frutos, bien sea por lo enconadas de las posiciones enfrentadas, bien sea por las circunstancias propias de la disputa, de manera que el Consejo de Familia deberá entonces erigirse en un órgano de resolución, con fuerza vinculante, como si fuera ciertamente un tribunal arbitral. Pero ése debe ser siempre el recurso final, sólo en caso de que los previos intentos de conciliación no hayan conseguido acercar posiciones.
Es igualmente importante que el protocolo familiar defina ya cómo operará este canal interno de resolución de conflictos. Es preciso que establezca la manera en que cada interesado puede plantear su solicitud de tutela y el modo en que, recibida ésta, se tramitará el proceso correspondiente. Asimismo, al tener el protocolo una naturaleza contractual, la articulación del papel del Consejo de Familia como órgano decisorio en las disputas familiares debe figurar en ese documento, puesto que será la forma de poder dotarlo de la eficacia vinculante que necesariamente deberá tener para que su intervención pueda ser efectiva.
Pero este canal interno no será siempre suficiente. En función de la tipología de controversias o disputas que enfrenten a las partes, será preciso acudir a fuentes externas y es aquí donde debemos hacer una especial referencia al arbitraje institucional. Cuando sea preciso acudir a esas fuentes externas son dos las opciones básicas a las que se puede recurrir: por un lado, los órganos judiciales y, por el otro, los tribunales arbitrales. Y de estas dos posibilidades, como ahora expondremos, resulta preferible decantarse por la segunda.
La jurisdicción ordinaria, que quizás veamos como la forma natural de resolución de litigios, plantea un problema muy importante: la lentitud en la tramitación de los procesos. Sin perjuicio de que cada partido judicial tiene sus propios tempos, no es extraño que un proceso tarde un año de media en alcanzar sentencia de primera instancia, pudiendo ser precisos dos años e incluso más para obtener una eventual sentencia de segunda instancia. Y todo ello se ha visto agravado por la crisis sanitaria, que no sólo obligó al cierre de los Juzgados durante el estado de alarma, sino que ha incrementado la demora en la tramitación de los procedimientos, con un impacto real que en este momento ni siquiera conocemos aún en toda su magnitud.
El transcurso del tiempo no tiene nunca un efecto inocuo sobre los contendientes (socios o familiares) ni sobre la empresa. Y es que el litigio no es sólo una amenaza en la medida en que pueda terminar con una sentencia desfavorable, sino que es un problema latente ya durante toda su tramitación. Piénsese en el hándicap que será para una empresa mantener provisionado en sus cuentas el importe de una demanda. O la inseguridad jurídica que representará que un acuerdo importante haya sido objeto de impugnación. Y ello por no pensar ya en la adopción de posibles medidas cautelares que alteren incluso la realidad de ese tiempo de espera.
Es cierto que el arbitraje en empresa familiar resulta más costoso. En la medida en que es un método privado de resolución del conflicto, entraña unos costes adicionales a los de la vía judicial, que es un servicio público. Pero ese incremento de costes se ve sobradamente compensado por el ahorro de tiempo. Frente a esos cómputos por años que hacíamos respecto a los procesos judiciales, un arbitraje acostumbrará a estar resuelto en cuestión de meses o, incluso, en cuestión de días: recientemente, y como forma de paliar los problemas generados por la Covid-19, el Tribunal Arbitral de Barcelona puso en marcha un proceso rápido que pretendía que las partes tuvieran su laudo en 36 días.
Esto demuestra dos cosas importantes. La primera es que confirma que el arbitraje es efectivamente un sistema mucho más veloz; la segunda –y quizás más importante incluso– es que tiene mucha mayor capacidad de adaptación a escenarios cambiantes. Un ejemplo es que los testigos pueden declarar ya por medios tan universales como Skype desde hace años, mientras en las sedes judiciales sigue siendo un requisito inexcusable su presencia física, con las complicaciones –y demoras– que esto acaba representando.
Por este motivo, es muy recomendable que la empresa familiar someta sus controversias a arbitraje, incluyendo aquellos casos en que se trate de un conflicto societario. Por ello, tanto el protocolo familiar como los estatutos sociales deben contener la correspondiente cláusula de sumisión a arbitraje, determinando que sea un arbitraje institucional y encomendando ya su tramitación a la institución que se estime más conveniente. De hecho, cada institución tiene su propio modelo de cláusula, como es el caso de la Corte de Arbitraje de Madrid o de la Cámara de Comercio Internacional.
Los conflictos son inevitables, pero una adecuada gestión de los mismos por parte de abogados especializados en arbitraje de empresas familiares puede servir para que provoquen el menor daño posible, tanto en lo empresarial como en lo familiar.
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Antonio Valmaña Cabanes – Grupo Empresa Familiar
Área de Litigación y Arbitraje
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